Últimamente estoy re fan de la cocina. No sé qué me pasó; un día estaba ahí, tranquilita, y a los segundos me encontré mirando recetas a las doce de la noche como si estuviera estudiando para un final de la facultad. Pero, fiel a mi, incluso cuando cocino me aparece la nerd. No falla. Jamas. Yo veo la harina y ya estoy pensando en humedad relativa, granulometría y si esto debería tener un gráfico de barras.
El problema, o la magia, depende de cómo una lo mire, es que nunca pude seguir una receta al pie de la letra. Siempre termino recurriendo al “ojímetro”. Un poquito por acá, un “creo que así está bien” por allá y listo. A veces pienso que es porque mi harina no es la misma harina con la que se diseñó la receta original. No sé, capaz que allá tenían una harina con otro porcentaje de proteína, otra densidad, otro comportamiento reológico (sí, ya estoy diciendo palabras sacadas de una clase de fenomenos de transporte o operaciones unitarias). Y lo mismo con la leche: ¿qué porcentaje de sólidos tiene la que uso yo? ¿Será más aguada? ¿Más densa? ¿Se separará diferente? ¡Obvio que eso influye! Y ahí voy yo, mezclando, ajustando, inventando teorías conspirativas…
Porque sí. Soy nerd para absolutamente todo. No puedo evitarlo. El otro día quise comprarme una batidora, y terminé en una espiral de análisis técnico y en una investigacion de mercado. Hay miles de modelos, miles de precios, miles de promesas. Y cuando te pones a ver uno por uno, descubrís que es un universo en sí mismo: que si el motor es a o b, que si el housing es de plástico o de metal, que si el bowl es de acero, que si es de vidrio, que si tiene repuestos, que si podés agregar accesorios, que si el repuesto lo trae un señor random desde la otra punta del país o si está discontinuada desde 2014.
Ahí arranca mi investigación de mercado, obvio: expectativa de vida útil, disponibilidad real de repuestos, facilidad de limpieza, peso total, ruido, vibración, torque. Y encima, cuando quiero verla en persona, la toco y ya estoy pensando si ese plástico se va a quebrar en dos veranos o si ese metal es de los que realmente duran.
Y al ver las batidoras, claramente me tentaban las de gama alta, hasta que miraba sus bowls en el Unicenter y veía esos círculos marcados por dentro. ¿No deberían estar pulidos? ¿No se supone que una superficie lisa es más segura microbiológicamente? Mmm… sospechoso. Obvio que mi cerebro ya estaba armandose los puntos clave para analizar. Pero después, en mi investigación, encontré papers que decían que no era tan así, que incluso con esas marcas circulares visibles, los bowls cumplen la rugosidad superficial (Ra) permitida por la FDA para que algo sea considerado higiénico. Resulta que ese acabado satinado no solo es seguro, sino que además es más resistente, más fácil de limpiar y no se raya todo a la primera espátula como pasaría con un pulido tipo espejo. Así que ahí me ves, un martes cualquiera, leyendo sobre rugosidad promedio y acabados de acero inoxidable… todo para entender por qué mi futuro bowl no brillara como un espejito.
A veces me pregunto si no debería relajar un poco. Menos estrés. Es una batidora. Pero después me acuerdo que hace dos semanas confié demasiado en una receta, mezclé todo sin pensar, y salió un ladrillo comestible chocolatoso. Y ahí entendí que mi ojímetro está calibrado por años de intuición, mini fracasos y mucha mucha curiosidad.
Al final, cocinar para mí es como hacer pequeños experimentos diarios; cada receta es una hipótesis, cada mezcla es una prueba piloto, y cada vez que sale rico siento que gané una licitación (el panel de expertos: mi familia). Tiene algo lindo, esa mezcla entre ciencia y caos. Entre medición y magia. Entre “esto debería funcionar” y “bueno, si no funciona, igual se come”.
¿Complicado? Un poco. ¿Divertido? Mucho más.
Y si al final del día sale algo rico, mejor todavía. Si no… bueno, siempre queda la opción de que alguien más se lo coma en casa.
.png)
